Al nacer, nos sentimos solos, desprotegidos y vulnerables. La necesidad de que nuestros padres nos protejan, alimenten y guíen es una necesidad biológica fundamental. Es sabido que los niños privados de este apego materno y de esta protección desarrollan desórdenes mentales, de conducta y de personalidad que los marcan de por vida.
Ya en la infancia, los niños aprenden y se hacen conscientes de su individualidad respecto a los demás. A esta consciencia de uno mismo se le denomina Ego, y sobre ella se organizan funciones cerebrales como la memoria o el lenguaje. El desarrollo del ego es un gran paso evolutivo que nos permite escapar de los comportamientos instintivos, asentando nuestra individualidad.
La máscara social y el despertar del adulto
Es en la infancia cuando poseemos una enorme capacidad para aprender, pero muy poca para razonar. Así, nuestra visión del mundo se construye a partir de la información transmitida por nuestros padres y el entorno social (maestros, amigos, religión, etc.). A través de esta transmisión se va forjando una identidad personal que no es pura ni propia, sino más bien heredada. En ese momento, asumimos como verdades absolutas e incuestionables quiénes somos en lo más profundo de nuestro ser.
En la adolescencia, nos volvemos especialmente vulnerables a la opinión externa. Aprendemos que el éxito y el reconocimiento social se miden en títulos, dinero, posesiones materiales y un físico estilizado, todo ello externo. La sociedad de consumo y las redes sociales potencian este crecimiento del ego.
Así llegamos a la adultez con una idea aparente de quiénes somos, pero sin saberlo realmente. Nos acoplamos a la sociedad buscando la felicidad, pero el despertar es duro, pues no siempre el mundo es como nos enseñaron. Una vez inmersos, no siempre nos sentimos plenos o realizados. En el fondo, es natural que dentro de nosotros exista una lucha constante entre nuestro verdadero ser y nuestro ego, esa máscara social que es nuestra representación más aceptada ante el mundo.
Vivir en el ego o ser auténtico
En este punto, podemos elegir entre dos caminos. El primero es continuar por la senda del ego, evitando el pensamiento crítico, la reflexión y el crecimiento personal. El segundo es escuchar a nuestro verdadero ser y atenderlo. Este camino no es fácil, y en la metamorfosis nos sentiremos vulnerables. Continuar por la senda del ego es vivir acotado y anestesiado; es un vivir sin ser, un sinsentido, un insulto a la vida.
Vivir en el ego es moldearnos para encajar, buscando gustarle a todo el mundo. Es vivir con miedo, encarcelando nuestra propia opinión. El ego nos impide ser, hacer y sentir de manera auténtica, nos obliga a actuar de forma diferente a la que sentimos y limita nuestra libertad. El ego es el opresor de nuestras posibilidades.
El ego se manifiesta cuando presumimos de nuestra importancia, conocimiento, posición social o bienes materiales. Es no escuchar a los demás, pretender tener siempre la razón, no reconocer errores, ni soportar el éxito ajeno. Critica y juzga sin cesar.
El camino a la libertad: Desarmar el ego
Reconocer y limitar el ego es crucial para nuestra felicidad. Pero ¡cuidado!, pues el ego tiene la habilidad de cambiar constantemente de forma. La mejor manera de desarmarlo es a través de la meditación. En la quietud de esta práctica, sin dejarnos arrastrar por las ideas, podemos observar la intención oculta detrás de ellas. Es en ese momento que nuestra conciencia observa al ego.
Al entender que nosotros no somos los pensamientos que surgen en nuestra mente, los días del ego están contados, ya que aprenderemos a identificarlo en sus diferentes formas. De este modo, nos sentiremos progresivamente más felices, serenos y completos, sin necesidad de agradar a nadie. Así es como deberíamos vivir.
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